En su primera exhortación apostólica, el pontífice invita a redescubrir en los rostros de los más vulnerables el amor de Cristo y a renovar el compromiso de una Iglesia cercana y servidora.
El 9 de octubre, el papa León XIV publicó su primera exhortación apostólica, Dilexi te (“Te he amado”, Ap 3,9): un extenso documento de 121 puntos centrado en el amor de Cristo por los pobres y excluidos. Con un estilo profundamente evangélico y pastoral, el pontífice invita a redescubrir el rostro de Cristo en los más vulnerables y a renovar el compromiso de la Iglesia con una caridad que no sea solo asistencialismo, sino verdadera justicia restauradora.
León XIV enmarca su enseñanza en la tradición del magisterio social de los últimos 150 años, citando expresamente a Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco. De hecho, Dilexi te retoma un borrador iniciado por Francisco antes de su muerte, del mismo modo en que este había heredado la Lumen Fidei de Benedicto XVI. No se trata, por tanto, de una ruptura, sino de una continuidad: la opción preferencial por los pobres como clave hermenéutica del Evangelio y de la vida de la Iglesia.
El Papa analiza la pobreza en sus múltiples rostros: material, social, moral, espiritual y cultural. Habla del que “no tiene medios”, del marginado sin voz, del que carece de libertad o derechos. También denuncia nuevas formas de pobreza “más sutiles y peligrosas”, fruto de sistemas económicos que generan riqueza sin equidad. La frase que recorre todo el documento es fuerte: “La falta de equidad es raíz de los males sociales” (94).
Con dureza profética, León XIV señala lo que llama “la dictadura de una economía que mata”, donde las ganancias de unos pocos crecen sin límites mientras millones quedan descartados. Se opone a quienes sostienen que la libertad de mercado resolverá por sí sola la pobreza y rechaza la llamada “pastoral de las élites”, que prefiere dedicar energías a los poderosos esperando influir desde arriba, en lugar de pisar el polvo de los caminos con los pequeños del Reino.
El Papa es claro en su diagnóstico: aún perdura una cultura del descarte “a veces bien enmascarada”, que tolera con indiferencia el sufrimiento de masas enteras. Y denuncia la mentalidad individualista que identifica felicidad con comodidad y éxito, aunque sea a costa de otros. Frente a ello, reclama un profundo cambio de mentalidad: “La dignidad de cada persona humana debe ser respetada ahora, no mañana” (92).
Un tema central de la exhortación es el de las migraciones, ilustrado con la imagen del pequeño Alan Kurdi, símbolo del drama humanitario. León XIV lamenta que tragedias como esta se hayan vuelto noticia fugaz y reclama que la Iglesia siga siendo madre que acoge. “Donde el mundo ve una amenaza, ella ve hijos… en cada migrante rechazado es Cristo quien llama a las puertas” (75). Retoma también los cuatro verbos de Francisco —acoger, proteger, promover e integrar— como guía pastoral.
Especial atención dedica a las mujeres “doblemente pobres”, por sufrir exclusión, maltrato y violencia. Denuncia las miradas que consideran la pobreza como fruto de pereza o falta de mérito: “Los pobres no están por casualidad… menos aún es la pobreza una elección”. Y critica la “falsa meritocracia” que solo reconoce valor en quienes triunfan.
Uno de los pasajes más insistentes es el que reivindica la práctica de la limosna, hoy a menudo ridiculizada. Para el Papa, no es filantropía superficial, sino un gesto esencial de fe: “Siempre será mejor hacer algo que no hacer nada… Necesitamos practicar la limosna para tocar la carne sufriente de los pobres” (119).
León XIV no ahorra autocrítica interna: lamenta que en algunos grupos cristianos haya indiferencia o ausencia de compromiso social. Si una comunidad no colabora en la inclusión, advierte, corre peligro de disolverse en “mundanidad espiritual” disfrazada de religiosidad. De ahí su afirmación más contundente: “Hay que decir sin vueltas que existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres” (36).
La educación es otro eje clave. Recordando a San José de Calasanz, fundador de la primera escuela gratuita popular en Europa, declara que instruir a los pobres “no es un favor, sino un deber”, porque “los pequeños tienen derecho a la sabiduría” (72).
El Papa valora también el protagonismo de los movimientos populares que luchan contra “los destructores efectos del imperio del dinero”, muchas veces perseguidos. Invita a caminar “con los pobres” y no solo “para los pobres”, porque ellos son “maestros del Evangelio”. Y subraya que servir no es paternalismo: “Servir a los pobres no es un gesto de arriba hacia abajo, sino un encuentro entre iguales… Cuando la Iglesia se inclina para cuidar de los pobres, adopta su postura más elevada” (79).
En la parte final, hace un llamamiento enérgico: el Pueblo de Dios debe “hacer oír una voz que despierte, que denuncie, aunque parezca estúpida”. Las estructuras injustas —dice— deben ser destruidas “con la fuerza del bien”, mediante conversión personal y políticas eficaces.
La conclusión sintetiza todo el espíritu del documento: los pobres no son un problema social que resolver desde oficinas o proyectos. Son “de nuestra familia”, parte viva del cuerpo eclesial. “Los pobres están en el centro de la Iglesia” (111). Dilexi te no es, pues, un texto teórico, sino un grito evangélico: amar a Cristo es amar a los pobres, y eso es sinónimo de cristianismo.